jueves, 23 de diciembre de 2010

Brasil: entre la proyección global y el liderazgo regional


Por Luciano Anzelini,

Brasil acapara todas las miradas. Analistas internacionales, políticos y periodistas dedican cada vez más espacio a reflexionar sobre el milagro brasileño. En este contexto, la diplomacia presidencial –encarnada por la figura de Lula– trasciende su tradicional esfera de influencia, limitada por décadas a América del Sur.


En esta clave deben interpretarse los dos acontecimientos más relevantes de su política exterior reciente: la decisión, en septiembre de 2009, de ofrecer su embajada en Tegucigalpa al derrocado mandatario Manuel Zelaya durante el convulsionado proceso político hondureño. Brasilia marcó, de este modo, un punto de inflexión en su relación con Estados Unidas, potencia a la que durante todo el siglo XX había reconocido como líder indiscutido en la resolución –diplomática o por la fuerza– de los conflictos en América Central y el Caribe.

Dos meses más tarde, Lula recibió a los mandatarios Shimon Peres (Israel), Mahmoud Abbas (Palestina) y Mahmoud Ahmadinejad (Irán), actores clave del conflicto geopolítico de Medio Oriente. La trascendencia del papel de Lula quedó simbolizada en una declaración del presidente israelí, Shimon Peres, y en una carta del mandatario estadounidense, Barack Obama. Peres suplicó a Lula: “Venga, señor presidente, y encienda la luz de la paz en Medio Oriente”. Por su parte, Obama le envió una misiva, en la que –tras reconocer al mandatario brasileño el derecho a establecer libremente su política exterior– le solicitaba que intercediese ante Ahmadinejad por la defensa de los derechos humanos en Irán y por la cooperación de Teherán con la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA).

Lo que ocurre en Brasil es que se ha puesto en práctica –a través de la diplomacia presidencial– el concepto de autonomía, una categoría que durante décadas perteneció al imaginario de Itamaraty, pero que, por diversas razones, no había podido nunca ser efectivamente operacionalizada. Brasil despliega hoy una política exterior asertiva, porque se ha integrado exitosamente –sobre la base de un enorme potencial de recursos y tras haber resuelto algunos problemas históricos de su economía–, como país emergente al capitalismo global.

Son muchos los activos que potencian la proyección global de Brasil; entre ellos, su liderazgo en recursos energéticos renovables (biocombustibles, etanol), no renovables (petróleo) y alimenticios. Además, detenta ciertas ventajas sobre sus socios del BRIC: a diferencia de China, es una democracia; con respecto a la India, carece de conflictos étnico-religiosos y de diferendos territoriales con sus vecinos; y en lo que hace a Rusia, se diferencia por el hecho de tener un régimen democrático con efectivas libertades políticas –si bien no exento de actos de corrupción rampante– y una economía mucho más diversificada.

Por otra parte, es la primera vez en la historia que Brasil combina de modo simultáneo democracia con crecimiento económico y baja inflación, una fórmula ideal para potenciar su ascenso global. Sin embargo, no son todos datos alentadores para el gigante amazónico.

Al margen de los problemas estructurales que históricamente vienen afectando a Brasil (pobreza, desigualdad, violencia urbana), hay un elemento que hace a su política exterior y que despierta interrogantes sobre su proyección internacional: el denominado dilema “regional-global”. Éste supone que, para ser reconocidos mundialmente, los aspirantes a un liderazgo global deben ser legitimados en el plano regional, dado que carecen de las capacidades materiales para actuar de forma autónoma en la política internacional. Este requisito es todavía más indispensable en el caso brasileño, ya que Sudamérica es una una “zona de paz” y un área desnuclearizada.

El récord de Brasil en términos de liderazgo regional combina luces y sombras. Ha logrado ciertas conquistas (por ejemplo, su activa colaboración para mediar en las recurrentes tensiones entre Colombia y Ecuador-Venezuela), pero también algunos fracasos (el más notorio, sus choques con Argentina a razón de su estrategia de bregar por un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU).

A todo esto se suman las elevadas expectativas de sus vecinos sobre la capacidad brasileña de proveer bienes colectivos regionales. Si bien nadie duda de la voluntad del gobierno de Lula, el problema pasa por los inconvenientes que tiene el mandatario para legitimar internamente un papel más activo –lo que implica asumir mayores costos– como promotor de la integración. No debe olvidarse, en este sentido, que Brasil conserva mayores niveles de pobreza y desigualdad, y un ingreso per cápita menor, a los de sus vecinos Argentina y Uruguay.

En síntesis, Brasil conjuga los dilemas clásicos de aquellas potencias democráticas que se debaten entre sus aspiraciones globales y los problemas para ejercer el liderazgo regional.

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