viernes, 24 de diciembre de 2010

El legado de Lula


Veintresinternacional
Por Pablo Kornblum*

Hasta el primero de enero de 2003, día en que Lula da Silva recibió la banda presidencial, habían coexistido históricamente dos tipos de país.

Por un lado, el Brasil dinámico, industrial, exportador de commodities, inteligente en la diplomacia y con una admirable capacidad de timonear las fluctuaciones macroeconómicas en un mar de inestabilidades regionales. Por el otro, el Brasil estático, con una estructura productiva socioeconómicamente rígida, una brecha social/racial inamovible sustentada desde las elites, y un esquema centro-periferia interestadual funcional a los intereses foráneos y a los grupos concentrados.


No había sido difícil mantener el esquema. Un futuro repleto de placeres en la divinidad del más allá, la lucha contra el “maléfico” comunismo o la necesidad de ajustes y sacrificios por el bien de la nación, eran la dialéctica preferida para mantener el control social. Hasta que cierto día, la maduración democrática y el cansancio de unas mayorías empobrecidas llevaron a que las cúpulas militares, el gran empresariado industrial y la oligarquía terrateniente cedieran el paso a aquel obrero metalúrgico de origen humilde que desde hacia dos décadas aspiraba ser el presidente del país más grande de Sudamérica.

Sorpresivamente para algunos, Lula comprendió el contexto histórico en el que se encontraba; un momento único que no podía ser desaprovechado, que desperdiciado podría dar lugar a los sectores más conservadores a evitar para siempre una segunda oportunidad. Por lo que la dialéctica revolucionaria le dejó lugar al pragmatismo, la humildad se amoldó a un discurso inteligente, y la flexibilidad del dialoguismo permitió consensos clasistas de corto y largo plazo, sin descuidar las raíces ni los objetivos finales que le habían permitido acceder a la primera magistratura.

La claridad fue la mejor presentación para sus previamente temerosos opositores políticos. La política económica, de neto corte keynesiano, mostró un notable incremento del gasto y la inversión pública a través de una activa participación estatal (entre las cuales se encontraron diversas políticas sociales, educativas y de infraestructura). Se facilitó el crédito para la producción y el consumo, a la vez que se reducían las tasas de interés e incrementaban los préstamos por parte de los bancos públicos para aumentar la adquisición de bienes de capital.




Además, se comenzaron a otorgar tasas especiales para la exportación, extensión de los beneficios fiscales a más empresas, e incentivos para la innovación tecnológica. Todo esto contextualizado y regulado dentro de megaplanes de obras públicas como el denominado PAC (Programa de Aceleración del Crecimiento), el cual tendrá una segunda versión en la que se estima se invertirán 550.000 millones de dólares para su desarrollo el año venidero.

Por otro lado, del miedo al descontrol macroeconómico, siempre latente por parte de los gurúes neoliberales, se pasó a una calma solidez. Un superávit comercial creciente –en 2009 fue de 25.348 millones de dólares–, un PBI que se espera crecerá alrededor de un 7% este año, y el estricto control de la inflación a través de una fuerte regulación de las tasas de interés, han sido algunas de las variables positivas que muestra con orgullo el gobierno.

Pero las mieles de la bonanza coyuntural no enceguecieron a los ideólogos del modelo; el presidente Lula ha dejado bien en claro que quería un Brasil sustentable en el largo plazo. Por ello, el desarrollo y la explotación de los recursos naturales no sólo sirvieron como generadores de divisas, sino también como un bastión de autosustentabilidad futura; en este sentido, el gobierno ha puesto el foco en los recursos no renovables y la seguridad alimentaria como problemáticas centrales. Por otro lado, la emisión de bonos de deuda con vencimiento en 2041 en el mercado estadounidense y europeo, consolidó la independencia y previsibilidad del país ante los ojos del mundo. Para redondear la sustentabilidad del modelo, la geopolítica no puede ser dejada de lado dentro de un contexto de planeamiento estratégico.

Pero para sorpresa de muchos, el presidente no quedó conforme con la solidez del crecimiento y desarrollo doméstico, sino que además quiso sustentarlo bajo el paraguas de un Brasil potencia a nivel regional y mundial. Para ello tomó una serie de medidas inéditas para la política exterior y la diplomacia brasileña.

La adquisición de deuda pública norteamericana, la inserción brasileña en los organismos multilaterales –incluyendo importantes aportes al programa de Nuevos Acuerdos de Crédito (NAB) del FMI–, y el fomento de una nueva arquitectura multilateral para buscar una alternativa al dólar como moneda de referencia, son sólo algunos de los objetivos logrados durante los últimos años.

Para lograr este posicionamiento, Lula demostró una firmeza que fue apañada por su apego a las reglas de los organismos internacionales y al respeto por la autonomía jurisdiccional. Este pragmatismo internacional se vio reflejado en varias oportunidades: los quince acuerdos cooperación en materia energética y petrolera con el gobierno de Venezuela; las sanciones comerciales (con el respaldo de la OMC) contra una gran variedad de productos provenientes de Estados Unidos –debido a la no eliminación de subsidios aduaneros ilegales para con sus granjeros–; o el estimular tratados bilaterales cuando el sistema multilateral se encuentra estancado en discusiones (más políticas que técnicas) que provocan retrasos y desestimulan las transacciones internacionales, dan cuenta de ello.

En este sentido, la idea de fomentar los lazos con países en vías de desarrollo tiene dos lecturas: a) por un lado, el deseo de un diálogo justo entre pares que tienen necesidades comunes pero quieren construir bases económicas sólidas para salir adelante. b) Por el otro, evitar las relaciones económicas con países occidentales, los cuales se encuentran en muchos casos viciados de soberbia y alejados de un crecimiento económico promisorio a futuro dado su nivel de desarrollo y la dinámica actual del sistema económico mundial.

Por lo expuesto, podemos afirmar que el gobierno del presidente Lula logró su cometido. La rentabilidad empresarial, tanto de los industriales como de los grandes exportadores agrícolas, percibió una sustancial mejora durante sus dos períodos de gobierno. Pero por sobre todo, su base política vivenció en carne propia una sensible mejora en su calidad de vida. Las estadísticas lo refuerzan: mientras la tasa de desempleo durante el primer semestre de 2010 se situó en el 7,3%, el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) indicó que las familias brasileñas que viven en situación de insuficiencia alimentaria disminuyeron del 46,7% en el período 2002-2003, al 35% en el período 2008-2009.

Más importante aún, cabe resaltar la profundización de los diversos programas de enseñanza formal e informal. Para citar un ejemplo, el Programa Río Estado Digital, que provee conexión Wi-Fi gratuita en la favela más grande de Brasil (“Rocinha”), no sólo brinda educación y capacitación fundamental para un mercado de trabajo cada vez más competitivo; sino que además, el mayor y mejor acceso a la información permite que los más humildes adquieran un mayor entendimiento del contexto en el que viven y los cambios que deberían llevar a cabo –sean estos plausibles o no en el corto/mediano plazo– para mejorar su calidad de vida.

Sin embargo, falta mucho por hacer y el ganador del ballottage del próximo 31 de octubre tendrá que desafiar una historia todavía adversa para la mayoría de los brasileños. Por un lado, no debemos olvidar que el actual crecimiento económico es también viable por la histórica estructura socioeconómica del Brasil.

El salto cuantitativo y cualitativo del país sudamericano se condice con el retraso histórico de una economía con un mercado interno cautivo y deudas pendientes con grandes masas de la población excluidas. Por otro lado, el concepto de desarrollo implica además mejoras sustanciales a nivel de infraestructura, buenas condiciones laborales y educativas, y posibilidades concretas para lograr un desarrollo profesional y personal que pueda satisfacer los deseos y expectativas de la población.

Mientras Brasil se encuentra actualmente décimo en términos de su Producto Bruto Interno (fuente FMI), el Índice de Desarrollo Humano que realiza el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –que mide variables como la educación, la esperanza de vida, la tasa de alfabetización y la calidad de vida en 179 países– indica que todavía Brasil ocupa el puesto número setenta.

Finalmente, el próximo presidente deberá centrar su análisis en términos absolutos, evitando descansar en una cómoda política de mejoras relativas. Los cambios marginales positivos intra-sistémicos obtenidos durante la era Lula, han sido necesarios pero no suficientes; mientras la discusión política se aleja cada vez más de cambios estructurales/radicales, más necesario aún será consolidar y profundizar los programas socioeconómicos redistributivos y realmente inclusivos a largo plazo para lograr, en palabras del saliente presidente Lula, “un país decente para todos los brasileños”.

Por Pablo Kornblum*

*Economista especializado en Relaciones Internacionales. Prof. UBA, UCES, UAJFK. Director del Observatorio de Brasil y Coordinador de Economía Internacional del CAEI (Centro Argentino
de Estudios Internacionales).


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