viernes, 24 de diciembre de 2010

La apuesta de Brasil por el comercio Sur-Sur


Marcel Fortuna Biato - Economía Exterior Nº52 - Primavera 2010
Asesor especial de Asuntos Internacionales en la presidencia de Brasil.

El comercio Sur-Sur ya es una realidad que empieza a redefinir los paradigmas del comercio internacional. El caso de Brasil es emblemático. Al inicio del siglo XXI, sólo el 37% de su comercio se hacía con países en desarrollo. En 2008 este porcentaje ascendía al 51%.


Los profundos cambios que atraviesa el mundo contemporáneo han quebrado los antiguos paradigmas y han tenido un impacto irreversible en todos los países y pueblos. Sin embargo, esos nuevos retos no afectan a todos por igual. El cambio climático amenaza especialmente a regiones sin recursos financieros ni tecnológicos para protegerse del aumento del nivel de los océanos o de la pérdida de sus cosechas. Ocurre lo mismo con la actual crisis financiera.


Los países económicamente más débiles han experimentado las consecuencias más dramáticas: pérdidas de empleos y de renta, además de sufrir la oleada xenófoba y proteccionista de las naciones avanzadas. Así se explica la frustración ante una dinámica globalizadora cuyas principales víctimas son frecuentemente los más inocentes y vulnerables.

La libre circulación de ideas, bienes y tecnología permitió una mayor interconexión, en virtud de una creciente dependencia mutua en materia económica, ambiental y de seguridad. Eso debería favorecer que países e individuos buscaran una mayor cooperación para maximizar los beneficios de la interdependencia y mitigar las desventajas. Sin embargo, ésta no es la realidad. Las mismas fuerzas que se emanciparon por la globalización contribuyen a exacerbar las disparidades económicas y los contrastes dentro de los países y entre unos y otros. ¿Deberían los países menos avanzados rechazar una globalización injusta y buscar revertirla?

Este dilema se presenta de forma aguda en materia comercial. La distribución internacional del trabajo que prevalece desde los albores del sistema colonial del siglo XVII, condenó a esos países a una inserción siempre subalterna y marginal. La puerta del comercio –considerada por la teoría económica clásica como única vía para el desarrollo– estaba cerrada. Así parecía confirmarlo la teoría de la dependencia, concebida por Raúl Prebisch en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), para defender la industrialización por sustitución de importaciones.

Demostró el deterioro aparentemente inexorable del poder de compra de la principal fuente de ingresos de esas economías: los productos primarios, tanto agrícolas como minerales. Por el contrario, los bienes industrializados, de mayor valor añadido, importados de los centros avanzados, no dejaban de valorizarse.

Esa lógica perversa se reveló de manera más dramática aún, a partir de la descolonización de gran parte de África y Asia en la segunda mitad del siglo XX. Pasaron a competir con los productores latinoamericanos por los mismos mercados de productos tropicales, contribuyendo a reducir aún más su precio. El resultante desequilibrio de las cuentas externas de la mayoría de esos países parecía confirmar el vaticinio de Prebisch. Las crisis crónicas de la balanza de pagos postergarían indefinidamente los ambiciosos planes de industrialización. Incluso países con buenas condiciones para implementar la estrategia de la Cepal –como Brasil, por su amplio mercado interno– no lograban superar obstáculos estructurales graves.

Irónicamente, esa percepción se profundizó cuando esos mismos países, hasta entonces denominados “subdesarrollados”, pasaron a la categoría de “en desarrollo”. Lo que parecía un simpático eufemismo desvelaba una realidad existencial: un bloque de naciones en un callejón económico que parecía no tener salida, condenados a aspirar eternamente a una prosperidad inalcanzable.

La vinculación umbilical entre subdesarrollo y comercio se cristalizó con el lanzamiento en 1964 de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad). Su objetivo central era defender una reforma de las relaciones comerciales internacionales que beneficiara a los productos primarios, además de formular propuestas en el espíritu de Prebisch. Los escasos avances en este foro se reflejan en la tardanza a la hora de constituir la Organización Mundial del Comercio (OMC), cuya creación se pospuso hasta 1994.

El anhelado “nuevo orden económico” se distanciaba aún más, a la luz de los modestos recursos en manos de las instituciones multilaterales responsables de financiar el desarrollo, como el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo. Había quedado claro que no vendría de los países industrializados del Norte –ni del campo socialista ni del capitalista– el empuje para las esperadas reformas del sistema de comercio internacional. Urgía que los países del Sur tomaran las riendas de su destino y se uniesen para avanzar en la agenda de cambios.

De la integración asimétrica a la globalización perversa

¿Cómo ganar escala y competitividad productiva y así romper la lógica de la Cepal? En los años sesenta se extendió la tesis de que la integración regional sería la mejor alternativa. Efectivamente, se registraron avances notables en el comercio intrarregional. Sin embargo, las expectativas de crear un verdadero espacio económico integrado capaz de sostener el desarrollo, seguían en su mayor parte frustradas.

El énfasis en una integración anclada en las rebajas arancelarias pasaba por alto las dramáticas diferencias de escala y productividad entre los países. Los mecanismos de apertura comercial –el caso de Latinoamérica es emblemático– terminaron irónicamente por reproducir –o incluso agravar– la misma condenable relación asimétrica Norte-Sur.

Esa lógica perversa se ha profundizado durante la reciente crisis global. Un mercado regional integrado, como Mercosur, por su dinámica económica interna, debería estar protegido de la retracción del crédito y del comercio resultante del colapso de los mercados internacionales. Lo que ha ocurrido es todo lo contrario.

En Latinoamérica, por ejemplo, los flujos comerciales y de inversiones intrazona cayeron en 2009 cerca de un 50%, muy por encima de la reducción en promedio del comercio global de la región (alrededor del 30%). Muchas de las causas son políticas proteccionistas, fragilidad de los mercados financieros o deficiencia de las políticas de complementariedad productiva. Lo trascendente, sin embargo, es que las economías menores ven frustrado su principal objetivo al adherirse a los acuerdos comerciales regionales: garantizar un acceso favorecido al mercado de las economías mayores del respectivo bloque, sobre todo en momentos de crisis.

Por el contrario, la globalización y su más reciente manifestación –la crisis de 2008– aceleraron el ascenso de una nueva clase de actores globales. Su incorporación competitiva en la división internacional del trabajo permitió a las llamadas economías emergentes del Sur alcanzar niveles de productividad y, por ende, de consumo que se van aproximando a los de las economías maduras. La escala económica y logros tecnológicos alcanzados confieren a esas nuevas potencias importantes ventajas competitivas, augurando un papel destacado en el comercio global y como fuerza dinámica del crecimiento global, conforme pronostican los estudios sobre los BRIC.

¿Estaremos, por tanto, condenados a repetir los errores e injusticias del pasado? ¿Tendrá el ascenso de esos países como precio su distanciamiento creciente con respeto a los países más pobres? ¿Estaremos frente a una nueva ola de globalización, caracterizada simplemente por nuevos ganadores y viejos perdedores? Vivimos el riesgo de transferir a la esfera global las deficiencias de los procesos regionales de integración. Así, las economías emergentes dominarían las cadenas productivas regionales, condenando a sus vecinos menores al papel de comparsa. ¿Permitiremos que las economías menores del Sur sientan la tentación de aliarse al Norte en defensa de la “desglobalización”?

Prebisch revisitado

La globalización ofrece una oportunidad única para reescribir la ley de Prebisch. Merced al dinamismo sin precedentes de las economías emergentes, los productos primarios recuperaron valor.

La demanda acelerada de insumos básicos agrícolas y minerales, sobre todo por parte de China, India y Brasil, asegura un mercado prácticamente inagotable para exportaciones de economías más pobres que sepan aprovechar esa oportunidad para generar empleos e ingresos, y reforzar sus cuentas externas. El comercio Sur-Sur ya es una realidad que empieza a redefinir los paradigmas del comercio internacional. El caso de Brasil es emblemático. Sólo el 37% de su comercio se hacía con países en desarrollo al inicio del actual siglo; en 2008 este porcentaje era del 51%.

¿Cómo asegurar que ese flujo contribuya al desarrollo sostenible de países más vulnerables y no simplemente refuerce el comercio asimétrico? ¿Cómo evitar la excesiva concentración en exportaciones de commodities u otros productos de bajo valor añadido y cuyo precio fluctúa con fuerza? El riesgo es real. Muchos países se hicieron rehenes de “la enfermedad holandesa”, de una falsa prosperidad proporcionada por la explotación de un reducido abanico de insumos básicos de alto valor, pero sin poder para apalancar el desarrollo ni distribuir equitativamente el ingreso nacional.

Para que el comercio Sur-Sur sea una respuesta efectiva, es necesario diversificar las exportaciones de la mayoría de los países de Latinoamérica y África y aumentar su competitividad. Eso significa desarrollar bienes y servicios no tradicionales, que exploren complementariedades con las economías emergentes y encuentren nichos en el mercado global. Ese reto consiste en promover la máxima diversificación de los socios comerciales, haciendo de los productos primarios una fuente ya no de retraso, sino de oportunidad para ganar competitividad y avanzar tecnológicamente. En caso contrario, países emergentes, como Brasil, continuarán acumulando superávit estructurales con sus socios del Sur. Frente a condiciones tan asimétricas, ¿cómo hacer del comercio un factor de desarrollo?

El sendero de los emergentes

El comercio no se puede aislar de otras cuestiones vinculadas a la dinámica del desarrollo. Se puede realizar el mismo diagnóstico sobre las deficiencias de los procesos de integración regional como motor del dinamismo: hace falta mayor acceso a la capacitación, la tecnología y las inversiones en infraestructuras. No hay otra forma de ganar competitividad y, por ende, mercados. La globalización benefició a los grandes países emergentes porque supieron maximizar, con conocimiento técnico y científico, sus ventajas comparativas para explotar la ventana de oportunidad que se abrió con el crecimiento exponencial del comercio internacional en las últimas décadas.

También aquí la experiencia de Brasil es emblemática. A partir de los años setenta, se convirtió en un global player, es decir, diversificó su comercio, evitando concentrar sus intercambios en un número reducido de países y en un abanico limitado de exportaciones. Esto no hubiera sido posible sin los avances técnicos y tecnológicos que añadieron valor y calidad a sus tradicionales productos primarios.

Y lo que es más importante, hicieron competitivos sus productos no tradicionales, como los manufacturados. Al abrir mercados no tradicionales, sobre todo en países en desarrollo, se evitó la tradicional maldición de la concentración en pocos productos primarios. La importancia de esa política ha quedado comprobada en la reciente crisis, cuando se compara su rendimiento comercial con el de países que apostaron por pocos mercados. ¿Cómo ayudar a los países menos desarrollados a seguir esa misma trayectoria?

La necesidad de cambiar las reglas

El comercio Sur-Sur es más que un trueque de productos: es el intercambio de conocimientos y capacidades que ayudan a garantizar el ingreso competitivo y sostenible de países menos avanzados en el mercado internacional. Eso explica el papel central que desempeña la Agencia Brasileña de Cooperación, que ejecuta en decenas de países un centenar de programas de cooperación técnica adecuados a las características climáticas y al nivel de capacitación tecnológica de muchos países en desarrollo. Desarrolla proyectos orientados a la mejora de la calidad y la competitividad de productos tradicionales, así como a la introducción de nuevos bienes y servicios con mayor valor añadido y, por tanto, con mayor poder de generar renta.
Igualmente estratégico es el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).

Esta institución ofrece líneas de financiación para que empresas brasileñas realicen, amplíen y modernicen las infraestructuras físicas y de servicios en esos países. Contribuye así a superar cuellos de botella estructurales en materia de comunicaciones, transporte y energía, aumentando la competitividad de esas economías, incluso de su sector exportador.

Sin embargo, no basta con mejorar las condiciones de competitividad de los países más pobres. Hay que cambiar las reglas muy distorsionadas del comercio internacional que hacen inviable la moderna agricultura en muchos países, sobre todo africanos. El resultado es que esos países quedan a merced de las fluctuaciones de los precios del mercado de alimentos y de la generosidad de los donantes.

No cabe duda de que será difícil. En ningún campo los cambios son más urgentes y los avances más modestos. La amenaza del cambio climático impuso, en la Cumbre de Copenhague de diciembre de 2009, un compromiso preliminar para cumplir los criterios del Protocolo de Kioto. La crisis financiera internacional impulsó el G-20 financiero y la reforma del sistema de Bretton Woods.

Como contraste, las ambiciones de la Ronda de Doha –que se denominó la Ronda del Desarrollo– permanecen mermadas. Es cierto que los países en desarrollo lograron una importante victoria en 2003 al bloquear, en la OMC, un acuerdo que pretendía profundizar un statu quo altamente discriminatorio. Sin embargo, no lograron revertirlo. Pese al solemne compromiso de los líderes del G-20 financiero, siguen multiplicándose medidas proteccionistas, ahora bajo el pretexto de salvaguardar sectores productivos nacionales frente a la crisis internacional.

¿Cómo superar esas presiones, sobre todo en los países ricos? La respuesta está en aumentar el comercio Sur-Sur. Fortalecer las relaciones entre los países y regiones del Sur significa diversificar flujos y crear alternativas de negocio que amplían la capacidad de los países en desarrollo de provocar un impacto en las relaciones comerciales globales. Ése también es uno de los objetivos de los mecanismos de diálogo interregionales que Brasil ayuda a organizar. Las cumbres de América del Sur con los países árabes, en 2005 y 2009, y con África, en 2006, son las primeras reuniones a gran escala –fuera del sistema de la ONU– que aproximan bloques de países en desarrollo y conectan sus mercados.

Los países del Norte tendrán que hacer concesiones si quieren participar en los dinámicos mercados emergentes que concentran el crecimiento del comercio internacional. La fuerza del mercado de los países emergentes para fármacos, por ejemplo, hizo que empresas transnacionales aceptaran revisar precios y licenciar versiones genéricas de medicamentos –como en el caso de los fármacos contra el sida– fundamentales para programas de salud pública en los países más pobres.

De igual modo, los países del Sur pueden hacer de los biocombustibles una commodity global. La experiencia brasileña demostró que es posible forjar un modelo de desarrollo energético alternativo, que reduzca la dependencia de insumos fósiles indeseable por motivos económicos y ambientales. Eso exigirá que la OMC cambie criterios que permiten a europeos y norteamericanos imponer aranceles a la importación de etanol, con el pretexto de que se trata de un insumo agrícola. Por el contrario, el petróleo, fuente energética de origen fósil, circula libremente.

Tal vez más urgente que reformar las reglas de la OMC sea hacer cumplir sus mecanismos de disciplina y control. ¿Qué utilidad tienen los instrumentos de sanción de la OMC cuando se hace caso omiso de ellos públicamente? De conformidad con el fallo arbitral de un panel de la OMC, Brasil pretende tomar represalias contra Estados Unidos por subsidios ilegales otorgados a sus exportaciones de algodón. Sin embargo, Washington se permite amenazar explícitamente a Brasil con responder con medidas claramente abusivas. Ya es vergonzoso que se distorsione el comercio confiando en que las víctimas no tendrán los medios técnicos y financieros para defenderse. Aún más intolerable es hacerlo confiando en que no habrá contestación del otro lado por temor a represalias masivas de un socio comercial tan importante.

Liderazgo de los emergentes: comercio solidario

Los países en desarrollo no quieren obsequios ni limosnas. Pero sí exigen las condiciones para hacer del comercio un inductor efectivo de crecimiento y desarrollo sostenible. Por eso, se está profundizando en el Sistema Global de Preferencias Comerciales entre Países en Desarrollo (SGPC).

Por ello, se permite a países de mayor desarrollo relativo –como los emergentes– hacer concesiones unilaterales a países de menor desarrollo relativo (PMDR). Se ambiciona así abrir mercados para un amplio abanico de productos comercializados entre países de África, Asia y América Latina.5Adicionalmente, Brasil decidió seguir el ejemplo de India y China al instituir un programa de acceso libre de cuotas e impuestos de importación (duty-free, quota-free), para productos de los PMDR.

Con motivo de la 61ª Asamblea General de la ONU en septiembre de 2008, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva declaró que era “la hora de la política”. Su intervención reflejaba la convicción de que había llegado el momento de reorganizar un sistema económico mundial no sólo injusto e inequitativo, sino claramente insostenible.

Merced a su peso en la economía global, los países emergentes tienen hoy la oportunidad y la responsabilidad de contribuir a reinventar ese sistema, creando nuevos paradigmas que hagan del comercio un inductor efectivo de prosperidad para todos. No pueden hacerlo solos.


El comercio Sur-Sur ofrece alternativas para fortalecer los flujos comerciales y financieros entre países que buscan someterse al mercado global de forma soberana y competitiva. Ofrece una plataforma para proyectar soluciones creativas; es decir, respuestas que combinen crecimiento con bienestar colectivo. Es una coalición innovadora para que los países del Sur se pronuncien con voz firme y unida frente a la globalización. Una globalización, por cierto, irreversible, pero que sí podemos moldear.

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